Antes de dormir, me gustaba mirar por la ventana la ciudad que se extendía bajo nuestros pies. Tú me abrazabas por la espalda y me susurrabas al oído: “Tokyo de noche es un mar de luciérnagas”. Yo cerraba los ojos y, mientras esbozaba una sonrisa, me giraba para besarte.
Luego nos acostábamos muy juntos. Yo ponía mis pies entre los tuyos para que tú, acto seguido, me los apartaras. “¿Cómo puede ser que siempre tengas los pies como dos cubitos de hielo?”, me decías, mientras yo reía y volvía a enroscar mis piernas en las tuyas en un baile que teníamos bien ensayado.
Es curioso con qué facilidad nos acostumbramos a pequeñas rutinas que hacen que seamos felices hasta el punto del absurdo.
Aquella noche de marzo tuve una pesadilla: que nunca volvía a verte. Me desperté llorando y tú, aún medio dormido, me secaste las mejillas y dejaste que me acurrucara contra tu pecho para que volviera a dormirme, aunque ya no pude pegar ojo.
En vez de despertarme con el olor a café y de esperarme en la cocina con las tostadas en la mesa como cada mañana, me las trajiste a la cama. Las mejores tostadas con mermelada de fresa que voy a comer nunca. Después de terminar el café en silencio, te preparaste para salir y yo te abracé muy fuerte.
–Ten cuidado – el recuerdo del sueño todavía era demasiado fresco.
Me miraste con la sonrisa burlona de quitarle hierro al asunto y me dijiste:
–Llego a Sendai a las tres menos cuarto, y ya sabes lo puntuales que son estos japoneses. Te llamo en cuanto aterricemos.
Siempre había pensado que los sueños premonitorios eran una patraña de videntes de tres al cuarto, pero me pasé el día con una sensación muy extraña en el estómago. Por eso, cuando empecé a notar la sensación de mareo en la cabeza, pensé que se trataba de mi propio malestar. Sin embargo, el suelo también empezó a moverse bruscamente y, en una fracción de segundo, vi las caras lívidas de mis compañeros de trabajo, que se arrastraron bajo sus mesas antes de que empezaran a caer las estanterías. La luz se fue y una lluvia de cristales inundó la habitación, mientras los gritos y los sollozos se mezclaban con el estrépito de las sillas rodando arriba y abajo, chocando contra las paredes. Un ordenador cayó delante de mi justo en el momento en que el temblor paró.
Todos fuimos emergiendo lentamente de nuestros precarios refugios, mirándonos con los ojos llenos de miedo. Abrí el cajón de un tirón en busca del móvil cuando uno de los compañeros gritó: “¡Tsunami en Sendai! ¡El aeropuerto ha sido completamente barrido!”.
Miré el reloj y creo que por un instante el corazón se me paró. Eran las las dos y cincuenta y dos.
Intenté llamarte, pero lo único que pude escuchar fue el mensaje pregrabado que me decía amablemente que el número al que estaba llamando estaba apagado. “Que aún esté volando, que aún esté volando”, repetí como un mantra mientras comprobaba desde el móvil la página de información de llegadas del aeropuerto. El mantra murió en mi boca. Tal como habías predecido, el avión llegó a la hora prevista. Tal como me había advertido la pesadilla, no volvería a verte nunca más.
Los médicos dicen que mantener una rutina es algo que nos ayuda en momentos difíciles de nuestra vida. Así que cada noche sigo mirando por la ventana la ciudad convertida en mar de luciérnagas, antes de esperar a que las pesadillas vengan a visitarme en la cama donde yazco con los pies fríos.
Pero hace ya tres meses que no como tostadas.
(Junio de 2011)
Imatge Jonathan Pielmayer